La biología de la conservación es una disciplina científica que se consolidó en la década de 1980 como respuesta a la pérdida de la biodiversidad estructural y funcional observable en la mayoría de los biomas del mundo. Se ocupa de estudiar las causas de la pérdida de diversidad biológica en todos sus niveles (genética, específica, ecosistémica) y de cómo minimizarla mientras, al mismo tiempo, se satisfacen las necesidades materiales y espirituales de la población humana actual y se prevé la satisfacción de esas mismas necesidades para las generaciones futuras. Al incluir al hombre en su enfoque, esta disciplina se nutre e integra otras muy diferentes entre sí tales como la ecología, la genética, la biogeografía, la biología del comportamiento, la política, la sociología, la antropología, la economía, la educación, etc. Esto se debe a que los problemas de conservación biológica deben ser abordados de manera transdisciplinar.
Es imprescindible entender que las poblaciones humanas satisfacen todas sus necesidades a través de la explotación de la naturaleza. La biodiversidad, resultado de miles de millones de años de evolución e integrada por la enorme variedad de especies de flora, fauna, microorganismos, etc, que componen los diferentes ecosistemas naturales, participa en la producción espontánea de importantes “bienes ecosistémicos” y “servicios ecosistémicos” que sostienen toda la vida en la tierra y que están muy ligados entre sí. Esos bienes y servicios nos brindan un sinnúmero de beneficios directos e indirectos. Los beneficios directos son los que se obtienen por la cosecha de los bienes ecosistémicos tales como los alimentos marinos, las maderas, el forraje, los combustibles, las fibras naturales y muchos productos farmacéuticos e industriales, la mayoría con cotización elevada en el mercado. Los beneficios indirectos, en cambio, son provistos en general por los servicios ecosistémicos y suelen pasar desapercibidos porque se disfrutan sin coste alguno. Entre los más importantes se reconocen la regulación de los ciclos hidrológicos, el balance del carbono atmosférico, el control de la erosión de los suelos, la polinización de los cultivos y la purificación del aire.
El uso descontrolado de los bienes ecosistémicos, degrada la capacidad productiva de la naturaleza y genera un grave conflicto socio-económico-ecológico. Para los cordobeses, conservar la fauna de Córdoba significa conservar no solo las especies de animales sino también, la capacidad de los ecosistemas para producir bienes y servicios garantizando su provisión para el aprovechamiento de la actual generación y de las futuras. Y, no menos importante, garantizando también el derecho al disfrute estético y emocional de la naturaleza.
Para comprender este concepto basta observar la maravillosa diversidad de ambientes de la provincia de Córdoba: bosques áridos y serranos, arbustales, pastizales de altura, pampas, salinas, lagunas y bañados. Estos ambientes proveen diversos hábitats para la especies de animales y plantas. Por ejemplo, en la región serrana encontramos quebradas húmedas y boscosas, laderas cubiertas por pastizales, zonas pedregosas, arroyos y lagunas. En estos ambientes se encuentran comunidades animales compuestas por una gran variedad de especies tales como el puma, el gato montés, el pecarí, la vizcacha, el zorzal, el cardenal, la lechuza de las vizcacheras, el águila mora, la lampalagua, el gecko común, el sapito de colores y, en los arroyos y ríos, peces tales como la vieja del agua, el moncholo y el orillero, entre muchos otros. Además, cada una de estas especies forma poblaciones en las que se observa variación intraespecífica ya que los individuos de una misma especie son diferentes entre sí. Esto se debe a que cada organismo es un conjunto genético único con caracteres propios que se expresan morfológica, fisiológica y conductualmente de manera distinta.
Por ejemplo, la variación de colores y formas en el pelaje de los yaguaretés es una expresión de diversidad genética intraespecífica.
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En síntesis, la “biodiversidad biológica estructural” se describe convenientemente, pero no exclusivamente, en términos de tres niveles conceptuales:
Diversidad de ecosistemas: la variedad de los diferentes tipos de ecosistemas y sus correspondientes comunidades.
Diversidad de especies: el número de las diferentes especies tanto de animales como de plantas que integran una comunidad dada.
Diversidad genética: la frecuencia y diversidad de los diferentes genes dentro de una población de una especie.
La Biología de la Conservación prioriza el mantenimiento de la diversidad estructural ya que si se mantienen la diversidad de especies, comunidades y ecosistemas, se mantendrá también la diversidad de los procesos ecológicos y evolutivos de la naturaleza, es decir, la biodiversidad funcional.
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En el punto anterior se hace referencia a los numerosos beneficios directos e indirectos producidos por la vida silvestre y que explican su importancia en el mantenimiento de la integridad de los ecosistemas que sustentan la vida humana en la Tierra. La conservación de la naturaleza es la base de la conservación de la vida humana en nuestro planeta. Cabe agregar que si bien las numerosas especies que integran una comunidad biológica no son igualmente relevantes, la disminución pronunciada de la población de una especie o su desaparición, produce una importante alteración de los procesos y funciones de la comunidad que integra debido a la supresión de sus interacciones con las demás especies y con el ambiente.
Es importante diferenciar estos dos conceptos que a menudo se confunden.
Preservar es sinónimo de guardar o poner a salvo algo, es decir, no un bien para protegerlo de cualquier daño posible. Entonces, si se preservan los animales silvestres, éstos no pueden ser utilizados o explotados, ni sus hábitats alterados. Conservar, en cambio, se refiere al uso de los bienes naturales de manera tal que estos satisfagan nuestras necesidades y las de las generaciones futuras. Este concepto implica el uso limitado, cuidadoso y responsable de los bienes y servicios naturales, incluidos la fauna, de manera de que no se vea afectada su capacidad productiva o de regeneración.
Los filósofos ambientalistas argumentan que los seres humanos necesitamos un cambio en la perspectiva con la que vemos la naturaleza de manera tal de migrar del enfoque antropocéntrico que predomina en la actualidad, a uno biocéntrico que reconozca que todas las especies tienen valor intrínseco (valen más allá de su posible empleo por los seres humanos) y rechace la idea de que la especie humana es más importante que las otras.
Por otro lado, desde la Economía Ecológica se señala el valor de existencia respecto de las especies silvestres, que expresa ante todo un sentido moral o reverencial por la vida en todas sus manifestaciones y que trasciende las dimensiones económicas.
La enseñanza de valores ambientales desde la infancia es una forma de generar cambios de visión y de apreciación hacia los demás seres vivos. Constituye un verdadero desafío para todos los educadores porque implica claramente un compromiso moral y emocional con la naturaleza de la que dependemos.